La relación de la imagen y el pensamiento plantea una problemática compleja acentuada
por el hecho de que ambos términos son difíciles de aprehender cabalmente. En cuanto a
nuestra histórica relación con las imágenes, podríamos reconocer, desde una tradición occi-
dental, una intención diseccionadora de la mirada –cuyas raíces se podrían encontrar en los
postulados platónicos acerca del original y la mímesis– que consiste en analizar las imágenes
como si fueran cosas, procurando un distanciamiento “objetivo” a fin de develar su significado.
Por otra parte, es en las artes principalmente, donde es posible identificar dicha articulación a partir de una implicación, que más que analizar se propone sentir la imagen, ser uno con ella, moverse a su ritmo. No hay separación sino continuidad. Entre estas dos actitudes, entre anali-zar y sentir, encontramos el terreno para pensar la imagen a partir de un doble movimiento que supone la implicación y el distanciamiento que, fundamentalmente, reconoce el potencial de las imágenes en su multiplicidad, desoyendo la tentativa de “encontrar su sentido”, su “verdad”.
Más bien, consideramos que el sentido se construye y se despliega a través de un ejercicio de interpretación que tiene al lenguaje –siempre mutable e insuficiente– como instrumento ineludible para la colectivización del saber. Las interpretaciones, así como las imágenes, se mueven, se actualizan y se agotan: parecen tener vida propia.
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